Que qué iba a hacer yo a Omán, el Sultanato de Omán, me preguntaba mucha gente. Pues... ¡tantísimas cosas! Tantas que fui, volví y me dejé aún centenares de kilómetros que recorrer.
El motivo detonante del viaje, y no menos importante, era el صباح الخير (salam aleikum), darle un abrazo a Carlos y llevarle una buena reserva de queso francés. El segundo, descubrir un país, una cultura, un estilo de vida completamente diferente.
Reconozco que volé con una pizca de recelo mezclada con suspicacia, fruto de la ignorancia. ¡Cuántas veces creemos conocer algo, y sin embargo, escuchando y mirando de nuevo con otros ojos, la realidad se vuelve completamente diferente!
Algunos prejuicios rebatidos. El primero, la ausencia de fanatismo pese a ser un país islámico conservador. La religión oficial y practicada por el 75% de los habitantes de Omán es el islam ibadí, una rama del jariyismo. Esto lo convierte en el único país musulmán donde la religión mayoritaria no es ni el sunnismo ni el chiísmo, de ahí su carácter pacífico y tolerante. Además, las mujeres gozan de una libertad que puede resultar extraña en un país árabe: pueden conducir, trabajar, incluso llegan a ocupar altos cargos y la abaya (especie de túnica negra tradicional) no es obligatoria.
Sin embargo, y por desgracia, Omán sí comparte un denominador común con sus vecinos arábigos: la falta de libertad de sus habitantes. Viviendo en Europa damos por sentado que la libertad individual, de expresión, de gobierno (ésta siempre tan frágil) son inherentes a las personas. Por desgracia, un breve salto al continente vecino basta para constatar la fragilidad de nuestros ideales, incluso de aquellos que considerábamos los más básicos. Pena de muerte, tortura, esclavismo, ausencia de libertad de prensa y de cualquier tipo, todo controlado bajo el reinado absoluto del Sultán. Un Sultán educado en Europa, amante del arte y de la cultura, un Sultán que invierte en su país y le proporciona cierta prosperidad económica, pero que rige bajo mano férrea un parlamento títere y acalla con dureza cualquier descontento, cualquiera llamada de auxilio de sus problemas sociales de sus habitantes que a pesar del resurgimiento y la estabilidad del país sufren austeridad y unos índices de paro sin mejoría aparente.
Omán aúna tradición y modernismo. Carreteras, autopistas y puentes recién construidos se fusionan con el paisaje rocoso salpicado de palmeras y vetustas embarcaciones de madera. Los edificios nuevos que se construyen mantienen esa comunión con la arquitectura árabe de siempre y la apertura al capitalismo moderno (McDonalds, concesionarios, hoteles...).
La ausencia de turistas, de tiendas de souvenir, de acosadores en búsqueda de favores y riales... La extraña sensación de estar tan lejos y tan cerca, de fusionarse con el paisaje de manera imperceptible. Hombres bebiendo té que levantan la cabeza al vernos de colores en lugar de la blanca disdasha durante un momento, para luego proseguir con su charla como si nada. Solo bastaba que nos deteniésemos a su lado para que, instantáneamente y de forma natural, fuéramos invitados a degustar el té a su lado, como si siempre lo hubiéramos hecho.
Un magnífico dépaysement, lejos de los muros haussmanianos y las terrazas costumbristas inundando las aceras de París. Lejos de la indiferencia de las grandes ciudades europeas. Cerca de delfines, corales, y peces multicolores en los fiordos de Musandam. Cerca de las tortugas verdes y de su progenie corriendo hacia el mar en la playa de Ras Al Jinz. Disfrutando de la abundacia gastronómica local, una mezcla de comida india, pakistaní y, por supuesto, omaní; al mismo tiempo que saboreamos el enésimo lemon mint. En el corazón de un wadi, desafiando la corriente saltando de roca en roca. Esquivando el haram instrínseco a nuestra cultura de occidente. Espiando con sigilo el desove de una tortuga verde bajo la luz de la luna. Caminando con solemnidad y genuina admiración, descalza sobre su enorme alfombra persa cosida a mano, rodeada de elegantes combinaciones de mármol beige, marron, naranja, mahogany, blanco y amarillo, en la Gran Mezquita de Muscat.
Y, como colofón, a falta de la parte sur del país que queda pendiente para una próxima ocasión, y puesto que una imagen vale tanto o más que mil palabras, ilustro cinco magníficas razones para visitar Omán :
1. La mezquita de Muscat
2. Los delfines de la península de Musanda
3. Wadi Shab
4. El desove de las tortugas de Ras Al Jinz
5. Las casas de adobe con vistas a un oasis de palmeras en Nizwa
Sukram, Carlos!
شكرا