La guerra, esa la lepra moral que acecha nuestra raza desde el principio de los tiempos.
Un fantasma de estandartes,
una bandera quimérica,
un mito de patrias:
una grave ficción de fronteras.
Músicas exasperadas,
duras como botas, huellan
la faz de las esperanzas
y de las entrañas tiernas.
Crepita el alma, la ira.
El llanto relampaguea.
¿Para qué quiero la luz
si tropiezo con tinieblas?
Pasiones como clarines,
coplas, trompas que aconsejan
devorarse ser a ser,
destruirse, piedra a piedra.
Relinchos. Retumbos. Truenos.
Salivazos. Besos. Ruedas.
Espuelas. Espadas locas
abren una herida inmensa.
Después, el silencio,
mudo de algodón,
blanco de vendas,
cárdeno de cirugía,
mutilado de tristeza.
El silencio. Y el laurel
en un rincón de osamentas.
Y un tambor enamorado,
como un vientre tenso,
suena detrás del innumerable
muerto que jamás se aleja.
Unos versos que suenan tan bien en francés como en español.
Non, il n'y a pas de prison pour l'homme
Ils ne pourront pas m'attacher, non.
Ce monde plein de chaînes
m'est petit et étranger.
Qui enferme un sourire?
Qui emmure une voix....
Libre je suis. Sens-moi libre
Seulement par amour.
Y contra la muerte y la injusticia, se revela cómo el amor y la alegría que emana espontáneamente de cada ser es la única espada a empuñar, la única arma que puede hacer libre al hombre.
Miguel Hernández, 30 octubre 1910 - 28 marzo 1942