Una Navidad con el mar de fondo.
Un mar desbocado, un sol que apenas se atrevía a asomar sus rayos por miedo a que se los arrancara el viento.
Una Navidad entre dos países, con unos Reyes dispuestos, una vez más, a atravesar los Pirineos en el día señalado.
Una Nochevieja rodeada de franceses que se han dejado convencer para, diez minutos antes de las 12, sincronizar la televisión española, prepararse para las campanadas de la Puerta del Sol y celebrar el año nuevo con champán y la boca llena.
¿Y por qué uvas?, decían. La verdad, no lo sé, les respondía, y realmente tampoco me lo he preguntado nunca. Solo sé que todo el mundo que conozco estará haciendo eso y es la única manera que tengo de compartir algo con ellos desde la distancia.
¿Y cómo es posible comérselas todas sin atragantarse? Son tres años que preguntan lo mismo, y siempre lo hacen en la cuarta o quinta campanada. Y así es como se atragantan.
Un año nuevo lleno de nuevas perspectivas, de cambio de aires, de continente, de métier, de viajes, de descubrimientos...
Y como colofón, el 6 de enero, antes de ir a trabajar, descubrir los últimos regalos bajo el árbol. Y juntarnos todos después del trabajo, junto al calor del fuego, con villancicos de fondo. Y cambiar el roscón de reyes por una galette de rois. ¡Sin olvidar el turrón! Siempre hay espacio para el turrón en la maleta.
Son esas pequeñas tradiciones las que combaten con una sonrisa la morriña de la tierra que suscita estas fiestas.
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Reflexiones espontáneas